Seguido vuelvo a este ensayo; creo que me hizo una mejor persona. Adrienne Rich es el tipo de escritora con el que mantengo una relación complicada, más por sus lectoras que por ella misma. No me interesa demasiado el feminismo como movimiento social; sin embargo, pienso que la liberación femenina es un ideal político que todas las ideologías humanistas deberían tener. La libertad de una mitad del mundo discurrirá hacia la otra, haciéndonos mejores, más lozanos: más libres. Oponerse es estar a la altura de los talibán y otras escorias.
Quienes mejor han escrito y pensado al respecto son ellas, pues han cambiado, muy a nuestro pesar, la realidad del mundo sin una revolución armada. Esto es un beneficio para la humanidad entera, pues nos presenta la exigencia moral de renunciar a la violencia para lograr la emancipación por el simple hecho de que es posible.
Aun cuando esto no les da un monopolio sobre el tema, sí les da un lugar privilegiado en la historia del pensamiento, y quien quiera escribir para la libertad, tendrá que toparse con ellas en algún punto. Lo mejor es enfrentarse a sus ideas sin prejuicios ni solemnidades, entenderlas más como autoras —a secas— que como feministas; luego determinar si la idea con la que nos hemos enfrentado es valiosa y si se puede aprender algo de ella. En el caso de Rich, muchas veces es así.
Ella, al igual que Andrea Dworkin o Simone de Beauvoir, antes que filósofa o feminista se erigió como escritora. De tal modo, sus ideas se amalgaman con su estilo, logrando una prosa placentera en la que uno puede perderse durante horas. Cosa difícil de lograr cuando la prerrogativa principal de la escritura es el compromiso político. He ahí el doble mérito de Adrienne Rich.
Encontré este ensayo con el título “It is hard to write about my own mother”, pero también como “The rage of a child” (La ira de una niña). El primero deriva de la elegante solución de titular un ensayo con la primera frase del mismo — y al parecer así está titulado en una compilación de ensayos posterior—. El segundo es la extracción de un término conmovedor que aparece entre las líneas del texto. Me decanté por el primero porque así es como lo conocí.
Como tal, el título de este ensayo es “Maternidad e hijaidad. 2” pues es el segundo ensayo de “Motherhood and Daughterhood”, el noveno capítulo de su libro Of Woman Born (Nacida de mujer) . Daughterhood es un neologismo de Rich, específico a la situación de la mujer como hija; de ahí mi énfasis en esa A intermedia que tan mal se ve. Ana Becciu lo tradujo brillantemente como “La condición de madre e hija”.
Las razones por las cuales traduje un texto del que ya existe una traducción son variadas, van desde ciertas diferencias que sostengo con Becciu respecto a la especificidad de ciertos términos hasta la teoría de que la traducción es un género por sí solo, etcétera. Hablando con la verdad, todos mis motivos convergen en este: porque quise.
Dejando las hostilidades de lado, he notado un auge de la exploración entre las relaciones madre-hija en la música y la pantalla mainstream, por dar unos ejemplos se me vienen a la mente: Fingertips de Lana Del Rey, Apple de Charli XCX, Barbie de Greta Gerwig y Turning Red de Domee Shi. Esta última en particular me hizo acordarme de este ensayo: cuando la vi por primera vez, con mi madre y una prima, al terminar me pareció conmovedora, pero nada más. Ellas, en cambio, estaban llorando y compartiendo experiencias en una especie de trance que me limité a observar. Definitivamente había algo ahí, inherente a la experiencia femenina, que no pude captar; que voló por encima de mí, imperceptible, pero que fue demoledor para las mujeres de la casa: se trataba de la experiencia de ser hija.
Hay dolores indecibles en el fondo del alma. Dolores que no pueden tener la mundana forma de una conversación. No es algo que pueda hablar con mi madre. No es algo que pueda comunicarse; al menos no entre nosotros. Pero al ser una experiencia tan específica como universal; si no puede ser entendida por una parte del mundo, al menos su mera consciencia podrá llevarnos a una vida más amable. Este ensayo es un buen testimonio de ella. Esta traducción un intento sincero por comprenderla.
Es difícil escribir sobre mi propia madre — Adrienne Rich
Traducción por Carlos Didjazaá
Es difícil escribir sobre mi propia madre. En lo que escriba, es mi historia la que estoy contando, mi versión del pasado. Si ella contara su propia historia otros paisajes se revelarían. Pero en mi paisaje de ella, habría parches viejos y latentes de una furia que arde desde lo más profundo. Antes de su matrimonio, había estudiado seriamente por años para ser concertista de piano y compositora. Nació en un pueblo sureño, fue criada por una mujer fuerte y frustrada, se ganó una beca para estudiar con el director del Conservatorio Peabody en Baltimore, y al enseñar en una escuela para niñas se labró una ruta para seguir estudiando en Nueva York, París y Viena. Desde los 16 años de edad había sido una joven hermosa, que podría haberse casado en cualquier momento, pero también poseía un talento, determinación e independencia que eran inusuales para su época y lugar. Leía —y lee— bastante y escribía —tal como sus diarios en mi infancia y sus cartas de hoy revelan— con gracia y acritud.
Se casó con mi padre después de un compromiso de diez años, en los cuales él terminó su entrenamiento médico y se empezó a establecer en la medicina académica. Una vez casados, renunció a la posibilidad de una carrera musical, aunque por algunos años siguió componiendo, y aún es una pianista hábil y dedicada. Mi padre, brillante, ambicioso, poseído por su propio impulso, asumió que ella renunciaría a su vida en beneficio de la de él. Ella se encargaría del hogar con la gracia y formalidad propias de la esposa de un profesor de medicina, aunque con un presupuesto limitado; “seguiría al tanto” de su música, aunque no había manera de permitir que sus composiciones y ensayos interfirieran con sus deberes como esposa y madre. Se suponía que iba a darle dos hijos, un niño y una niña. Tenía que administrar las cuentas del hogar hasta el último centavo —aún puedo ver sus enormes libros mayores, en los que escribía con su mano firme y clara—; hacía las compras en tranvía, y luego, cuando pudieron costear un carro, ella llevaba y recogía a mi padre de su laboratorio o sus clases, normalmente esperándolo por horas. Crió dos niñas, y nos enseñó todas las materias, incluyendo música (no mandaron a ninguna de nosotras a la escuela hasta el cuarto grado). Estoy segura de que la hacían sentirse responsable de todas nuestras imperfecciones.
Mi padre, al igual que el trascendentalista Bronson Alcott, creía que él (o mejor dicho, su esposa) podía criar a sus hijos según su excéntrico plan moral e intelectual, dotando así al mundo de los valores de una crianza ilustrada y no ortodoxa. Creo que mi madre, al igual que Abigail Alcott, al principio adoptó genuina y entusiastamente el experimento, solo para darse cuenta después de que al llevar a cabo el programa intenso y perfeccionista de mi padre, entraba en conflicto con sus instintos más profundos como madre. Al igual que Abigail Alcott, también, debió haberse topado con que, aunque las ideas hubieran sido desarrolladas por su esposo, la práctica del día a día, hora por hora, sería asunto de ella (“‘El Sr. A me apoya en los principios generales, pero nadie puede apoyarme en los detalles’, se compadecía… Por otra parte, las posturas de su marido la mantenían preguntándose constantemente si estaba haciendo un buen trabajo ‘¿Estoy haciendo lo correcto? ¿Estoy haciendo suficiente? ¿Estoy haciendo demasiado?’”. El padre solía achacarle la aparición del “temperamento” y “la voluntad” de Louisa, la segunda hija de los Alcott, a la madre, afirmando que era herencia suya).
Bajo la institución de la maternidad, la madre es a la primera que culpan si la teoría resulta inservible en la práctica, o si cualquier otra cosa sale mal. Pero incluso antes, mi madre había fallado en una parte del plan: no había producido un varón. Por años, sentí que mi madre había elegido a mi padre sobre mí, que me había sacrificado por sus necesidades y teorías. Cuando nació mi primer bebé, apenas mantenía comunicación con mis padres. Había estado peleando con mi padre por el derecho a tener una vida emocional y una individualidad más allá de sus necesidades y teorías. Todos estábamos empatados. Al emerger del miedo, cansancio y aislamiento de mi primer parto, no podía admitir ni siquiera ante mí misma que quería que mi madre estuviera ahí, no se hable ya de cuánto lo quería. Cuando me visitó en el hospital ninguna de las dos podía desenroscar la opaca maraña de sentimientos que oscurecía el cuarto, el enredado hilo que llegaba hasta aquel momento en el que después de tres días de labor de parto me había tenido a mí, y no era un hombre. Ahora, 26 años después, yazco en una contagiosa cama de hospital con mi alergia, mi piel cubierta de un misterioso sarpullido, mis labios y párpados hinchados, mi cuerpo moreteado y suturado, y, en una cuna junto a mi cama, dormía el perfecto niño de oro al que había parido. ¿Cómo podría interpretar sus sentimientos cuando no podía ni empezar a descifrar los míos? Mi cuerpo ya lo había dicho con demasiada elocuencia, pero médicamente, tan solo era mi cuerpo.
Quería que me maternara otra vez,1 que sostuviera a mi bebé entre sus brazos como una vez me sostuvo a mí; pero ese bebé también era un guante arrojado al piso: mi hijo. Parte de mí anhelaba ofrecérselo para que le diera su bendición; parte de mí quería alzarlo como una placa de victoria en nuestra trágica e innecesaria rivalidad como mujeres.
Pero tan solo estaba en el comienzo. Ahora sé como entonces no podría saberlo, que dentro de la maraña de sentimientos entre nosotras, en ese encuentro crucial aunque irreal, estaba su culpa. Pronto empezaría a entender todo el peso y la carga de culpa materna, aquel “¿Estoy haciendo lo correcto? ¿Estoy haciendo suficiente? ¿Estoy haciendo demasiado?” que se siente a cada día, a cada noche, a cada hora. La institución de la maternidad encuentra a todas las madres más o menos culpables de haberle fallado a sus hijos; y de mi madre, en particular, se esperaba que hubiera ayudado a crear, según el plan de mi padre, a la hija perfecta. Esta hija “perfecta”, aunque era gratificantemente precoz, pronto se había dado a los tics y las rabietas, se había quedado lisiada permanentemente por la artritis a los 22; finalmente se había resistido al paternalismo victoriano de su padre, a su encanto seductor y crueldad controladora, se había casado con un estudiante de maestría divorciado, había empezado a escribir poesía “moderna”, “obscura” y “pesimista”, que carecía de la fluida dulzura de Tennyson, había tenido la temeridad final de embarazarse y traer un bebé vivo al mundo. Había dejado de ser la recatada y precoz niña o la poética y seducible adolescente. Algo, bajo la perspectiva de mi padre, había salido terriblemente mal. Puedo imaginar que aparte de cualquier otra cosa que mi madre hubiera sentido (y sé que parte de ella estaba silenciosamente de mi lado) también la habían hecho sentir culpable. Debajo del “entumecimiento” que desde entonces me había dicho que experimentó en aquella ocasión, puedo imaginar la culpa de todas las madres, porque yo misma la he sentido.
Pero aún no la conocía. Y me es difícil escribir de mi madre ahora, porque la he conocido bastante bien. Batallo para describir lo que se siente ser su hija, pero me encuentro dividida, deslizándome bajo su piel; una parte de mí se identifica demasiado con ella. Sé que aún existen profundas reservas de ira contra ella: la ira de una niña de cuatro años encerrada en el closet (eran las órdenes de mi padre, pero mi madre las llevaba a cabo) por mal comportamiento infantil; la ira de una niña de seis años a la que retuvieron por mucho tiempo en una práctica de piano (otra vez, por insistencia de él, pero ella era quien me daba las lecciones) hasta que desarrollé una serie de tics faciales (como madre sé lo que es el tic facial de un niño: una lanza de dolor y culpa que recorre tu propio cuerpo). Y todavía siento la ira de una hija, embarazada, queriendo desesperadamente a su madre ahí y sentir que se había ido con el enemigo.
Y sé que debe haber profundas reservas de ira en ella; cada madre ha conocido la ira abrumadora e inaceptable contra sus hijos. Cuando pienso en las condiciones bajo las que mi madre se volvió madre, las expectativas imposibles, la repugnancia que sentía mi padre por las mujeres embarazadas, su odio por todo lo que no podía controlar, mi ira contra ella se disuelve en congoja e ira por ella, y luego vuelve a convertirse en ira contra ella: la ira antigua y bronca de la niña.
Mi madre vive hoy como una mujer independiente, lo que siempre debió ser. Es una abuela muy querida y admirada, una exploradora de nuevos planos; vive en el presente y el futuro, no el pasado. Ya no tengo fantasías —son las fantasías de una niña sin sanar, pienso— de una larga y sanadora conversación con ella, en la cual mostraremos nuestras heridas, trascenderemos el dolor que hemos compartido como madre e hija, diremos todo al fin. Pero al escribir estas páginas, estoy admitiendo, por fin, cuan importante su existencia es y ha sido para mí.
Porque era demasiado simple, al inicio de la nueva ola de feminismo del siglo 20, analizar la opresión de nuestras madres, entender “racionalmente” —y correctamente— por qué nuestras madres no nos enseñaron a ser amazonas, por qué nos amarraban los pies, o simplemente nos abandonaban. Ese análisis era apropiado e incluso radical; y aun así, como toda la política que se interpreta de manera estricta, asumía que la consciencia lo sabe todo. Había, hay, en la mayoría de nosotras, una niña que aún anhela las atenciones, la ternura y aprobación de una mujer, el poder de una mujer ejercido en nuestra defensa, el olor, tacto y voz de una mujer, que nos rodeen los brazos fuertes de una mujer en momentos de dolor y miedo. Cualquiera de nosotros habría anhelado una madre que hubiera escogido, en las palabras de Christabel Pankhurst, “al calcular por adelantado el costo (de su activismo sufragista), que Mamá se preparara para pagarlo, por el bien de las mujeres”. No era suficiente entender a nuestras madres; más que nunca, en un esfuerzo para tocar nuestra propia fuerza como mujeres, las necesitábamos. El llanto de aquella niña dentro de nosotras necesita no ser vergonzoso o regresivo; es el germen de nuestro deseo por crear un mundo en el que las madres fuertes e hijas fuertes sean algo habitual.
Necesitamos entender esta doble visión o nunca nos entenderemos a nosotras mismas. Muchas de nosotras fuimos maternadas en maneras que ni siquiera podemos percibir aún; tan solo sabemos que nuestras madres estuvieron en algún modo incalculable de nuestro lado. Pero si una madre nos ha abandonado, ya sea al morir, o ponernos en adopción, o porque la vida la había llevado a las drogas o el alcohol, la depresión crónica o la locura, si había sido obligada a dejarnos con extraños indiferentes y descuidados para ganarse el pan, porque la maternidad institucional no provee por la madre asalariada; si había intentado ser una “buena madre” según las exigencias de la institución y por lo tanto se había convertido en una custodia ansiosa, preocupona y puritana de nuestra virginidad; o si simplemente nos había abandonado porque necesitaba vivir sin hijos, sin importar cuál hubiese sido nuestro perdón racional, cualquiera que hubiese sido el amor y fuerza de la madre individual, la niña dentro de nosotras, la mujercita que creció en un mundo controlado por los hombres, aún se siente, en ocasiones, salvajemente desmadrada. Cuando podamos confrontar y desenmarañar esta paradoja, esta contradicción, dar la cara con lo mejor de nosotras a la pasión titubeante de aquella niñita perdida, podremos empezar a transmutarla, y la ciega ira y amargura que han hecho erupción repetitivamente entre las mujeres que han intentado construir un movimiento juntas podrá ser alquimizada. Antes de la hermandad entre mujeres, hubo un conocimiento —transitorio, fragmentado, quizás, pero original y crucial— de la relación madre-hija.
Publicado originalmente en Of Woman Born, 1966. Extracto obtenido de Literary Hub.
Aquí, Rich usa la palabra “mother” como verbo. Maternar no es un término que me encante, pero es lo más cercano a la intención de la autora, y de alguna manera, ya está en uso.