“I love that crazy fat bitch Andrea Dworkin”
—Anna Khachiyan
Esta traducción lleva una historia que me parece importante compartir; seré breve.
Cuando iba en la universidad, gracias a las ideas de mi profesor Salvador Mendiola1, decidí traducir los textos en inglés, no disponibles en español, que me gustaban o me servían para pensar mejor. Este es uno de ellos. Tomé el proyecto de traducir anónimamente todo Heartbreak de Andrea Dworkin, una pensadora con la que rara vez estoy de acuerdo, pero que siempre ha formado parte de mi biblioteca. Lo abandoné al poco tiempo: las radfems nunca merecen tanto. Pero este capítulo en particular me parece útil para cualquier persona que se dedique a la cultura. De tal modo, lo traduje y se lo compartí a mis amigos en PDF.
Hubo una temporada en mi vida en la que hablaba casi diario con Dahlia De la Cerda, antes de que fuera la escritora de gran éxito que es ahora; ella es una de la personas a las que le compartí mi traducción en su momento. Poco después, escribió un texto llamado “El Dinero” y lo publicó en su columna llamada “Desde los zulos”, la cual se publicaba en Reporte Sexto Piso y que luego se convertiría en el libro que lleva el mismo nombre. En él, menciona :
“Un día leí un texto de Andrea Dworkin. Un texto que mi amigui Carlos me hizo el favor de traducirme porque sabe que soy malita con el inglés. Con Andrea tengo diferencias políticas irreconciliables, pero en ese texto habla de su relación con el dinero, se llama Cerda Capitalista, y habla de cómo las compañeras feministas la mal pagaban y la criticaron cuando empezó a cobrar lo justo por su trabajo” (Desde los zulos, p.83).
Bueno, el amigui Carlos soy yo, y el texto es éste; corregí algún detalle por aquí y por allá. No voy a extenderme más. Pienso que es una buena reflexión, que es una traducción bien hecha, y que no debería seguir siendo anónima. Espero, como con todo, que a alguien le sirva de algo.
Cerda Capitalista (Heartbreak, 2002)
Traducción por Carlos Didjazaá
Empecé a hablar y dar conferencias como feminista porque tenía muchos problemas para que publicaran mi trabajo. Hablaba sobre la violencia contra las mujeres. En los primeros años del movimiento de las mujeres el tema era marginal, la violencia en sí se consideraba como una anomalía, no como algo intrínseco al bajo estatus de las mujeres. Acepté ese precio; solo pensé que este era un trabajo que podía hacer y que por lo tanto tenía que hacer. Cuando algo tiene tu nombre, eres el responsable de crear una conciencia, una postura, un conjunto de estrategias. Te toca hacerlo. Puede haber otros 100,000 con sus nombres ahí también, pero eso no te desengancha.
Hablaba en pequeños cuartos llenos de mujeres, y luego alguien pasaba un sombrero. Recuerdo un público de unas cincuenta personas en Woodstock, Nueva York, que aportó unos $60. Dormía en el piso de quien me hubiera solicitado u organizado el evento, y comía lo que me dieran —el mal tabule destaca en mi mente—. Necesitaba dinero para vivir pero no creía en pedírselo a las mujeres porque las mujeres eran pobres. Los centros de mujeres de las ciudades y los campus universitarios eran pobres. A veces una mujer me pasaba una nota que contenía un cheque por $25 o una suma parecida; la más alta que recuerdo fue de $150, y eso era una fortuna ante mis ojos.
Tenía que viajar a donde fuera el discurso con la esperanza de que pudiera recolectar suficiente dinero para pagar mis viáticos. Flo Kennedy seguido hablaba sobre como si no exiges dinero la gente te trata mal. No creía que eso pudiera ser verdad, pero en la mayor parte lo era. Puedo recordar la desgarradora decisión de pedir una cuota por adelantado, primero $200, luego $500. Unos años después me conseguí una agente de pláticas, Phyllis Langer, quien había sido editora en Ms. Se llevaba el 25 por ciento de comisión mientras que el resto de las agentes de conferencias o pláticas se llevaban el 33 por ciento. Para cuando la contraté, yo ya estaba ganando entre $1500-$3000. Se aseguraba de que me pagaran, que el evento se hiciera bien, con publicidad, y que se me reembolsaran mis viáticos. Era amable y me dotaba de perspectiva. Cuando se fue a trabajar a una agencia que no me agradaba particularmente, decidí representarme yo sola. Para este momento mi nerviosismo respecto al dinero había desaparecido, una adaptación darwiniana, aunque mi pánico escénico —el cual me ha hecho añicos durante años— jamás se fue.
Llamaba por teléfono a quienes quisieran que diera una plática. Me daba una idea de cuánto dinero podían recaudar. Todavía quería que se sintieran cómodos, y para mí era un horror que cualquiera pudiese pensar que les estaba tomando el pelo. Para el momento en que yo me encargaba de hacer todos los preparativos por mi cuenta, ya había desarrollado un conjunto fijo de necesidades: un buen cuarto en un buen hotel, suficiente dinero para comidas y transporte terrestre (taxis, ni autobuses ni metro). Eventualmente lo elevé al mejor hotel que pudiera encontrar y también me compraba un boleto de primera clase.
Al representarme a mí misma juntaba un aproximado de gastos en una tarifa para que el patrocinador me tuviera que pagar una sola cantidad después de que hablara la noche en que hablara. Había desarrollado una aversión a tener a los organizadores examinando mis gastos, aunque era escrupulosa. Si veía una película en la habitación, la pagaba yo.
En los primeros años era tan pobre que si hablaba en una conferencia no podía pagar un boleto para el inevitable concierto programado como parte de la conferencia. No sabía que podía conseguir uno gratis. Si quería una camiseta de la conferencia, no podía comprarla. Mi botón favorito del movimiento de mujeres —"No chupes. Muerde"— costaba demasiado como para hacerme de uno. Rascaba de dónde podía, y ya casi no tenía piel en los dedos.
Incluso durante los primeros años, recibía cartas de mujeres diciéndome que era una cerda capitalista; sí, me reprochaban por los $60. No era personal. Era solo que cualquier dinero que ganara venía de alguien que tampoco tenía suficiente dinero para una camiseta. ¿O sí lo tenía? Supongo que nunca lo sabré. No podía asumir el ser una cerda capitalista. No podía aceptar el hecho —y era un hecho— de que mientras más dinero me pagaran, mejor me trataba la gente. Ni siquiera podía aceptar las consecuencias buenas —cobrar una tarifa por conferencia también me permitía obtener beneficios—. Después de un rato le agarré el ritmo y cuando no había trabajo, cuando los eventos de pláticas bajaban, cuando alguien era grosero conmigo, simplemente subía mis precios. Era malo para el karma pero bueno para esta vida.
Recuerdo que decir que era pobre me traía desprecio, no empatía ni unos dólares de más. Recuerdo que rogar por dinero sacaba especialmente la crueldad de la gente. Recuerdo que intentar hablar de pobreza —tú me muestras la tuya y yo te muestro la mía— nunca me trajo más que insultos. La pobreza competitiva era la negociación más baja, una pelea moral a muerte.
En retrospectiva me queda claro que nunca podría haber ganado más de un centavo en el camino si no averiguaba qué necesitaba. No todos necesitan lo que necesito, pero yo sí necesito lo que necesito. El dinero es una disciplina dura, no es fácil de aprender, especialmente para las lumpen como yo.
Él solía repetir en clase que traducir es reconocer que no todo se te va a ocurrir a ti.
Excelente lo ví…Cerda Capitalista